Mil trescientos cincuenta y dos

Un relato de Héctor Gomis

Ya han pasado dos meses desde mi último ataque de pánico. He conseguido rehacerme después de muchos días llorando en casa y lamiendo mis heridas, y ahora parece que me vuelven las fuerzas al fin.

Esta mañana salí a la calle por primera vez en mucho tiempo y todo fue bien. Bajé las escaleras rápido para no encontrarme a nadie conocido, todavía no estoy preparado para enfrentarme a otra persona, y al salir a la calle respiré profundamente. Era el mismo aire viciado de siempre, pero era aire del exterior. Me costó adaptar la vista a la luz del sol después de tantos días viviendo en la penumbra de la casa.

El bullicio de la calle me asustaba, pero estaba decidido a no retroceder. Me había costado demasiado llegar a este punto para flaquear tan pronto. Iba a ver el mar y eso me calmaría, siempre lo hacía. Recorrí toda la avenida mirando al suelo y contando los pasos que me acercaban a mi objetivo. Mil trescientos cincuenta y dos pasos después llegué a la playa. Me quité los zapatos y recorrí los últimos metros que me separaban de la orilla notando la arena en mis pies. El agua estaba calmada y limpia, parecía querer serenarme con su actitud. Me senté a mirar el horizonte mientras las olas me mojaban el culo y experimenté un enorme placer. Encendí el último cigarro que me quedaba y comencé a reflexionar sobre lo que me había estado ocurriendo este último año.

Habían pasado un par de horas, cuando una anciana cruzó delante de mí. Llevaba un vestido verde horrible y con una mano se remangaba la falda, mientras que con la otra sostenía lo que le quedaba de un bocadillo. Estaba muy graciosa, intentando mantener en equilibrio su rechoncho cuerpo sin tirar el bocadillo ni mojarse la falda. Unos metros después, su titánica tarea se demostró inútil al dar de bruces en el suelo, pringándose de agua y arena, y tirando el bocadillo. Se levantó con mucha dignidad, y sin hacer caso a las risas de unos niños que observaban la escena, y siguió caminando como si nada.

La seguí con la mirada hasta que se perdió de mi vista y al volver la cabeza hacia el mar, vi tres pájaros que se posaron junto al bocadillo. Se acercaron a él con precaución, y después de unos tímidos picoteos, se abalanzaron sobre su objetivo y lo devoraron violentamente.

Observando absorto la escena, perdí la noción del tiempo y el espacio, y borré de la mente todos los problemas que me habían vuelto la vida del revés. Sólo estábamos los pájaros, el bocadillo de la absurda vieja, el mar y yo. Y me sentí profundamente solo, y me sentí bien, consciente de mi existencia por primera vez y lúcido como nunca antes lo había estado.