La primera vez

Un relato de Héctor Gomis

– ¿Cómo es el mar?, -preguntó el abuelo mientras yo arrancaba el coche-.

– Es azul -le respondí-.

– ¿Y qué más?, ¿cómo es de grande?

– Es lo más grande que haya visto, no se termina nunca.

– Ah…, debe ser increíble.

– Lo es, abuelo, lo es.

Aceleré el motor y nos fuimos de la residencia a toda velocidad.

Salimos de Madrid a las diez de la noche. Si todo iba bien no se darían cuenta de su desaparición hasta la mañana. Tiempo suficiente para nuestros planes.

– ¿Cómo está abuelo?, ¿necesita algo?

– No, estoy bien. ¿Cuándo veré a Carmencita?

– ¿Quién es Carmencita?

– Pues mi mujer, ¿Quién va a ser?, ¿Cuándo la veré?

– La verá pronto. No se preocupe.

En el maletero llevaba ropa y alimentos para un par de días. No pensaba que fuera a surgir ningún problema, pero debía ser precavido. El abuelo estaba excitado, se notaba fuera de su rutina y eso le alteraba, pero no estaba mal, al contrario, estaba más feliz que en los tres meses que lo había conocido.

– ¿De qué marca es tu coche?

– Es un Toyota.

– ¿Y eso qué nombre es?

– Es japonés.

– Ah…

– Yo tenía un Pegaso.

– ¿Un camión?

– Sí. Era blanco, y mi Carmencita le pintó unas rayas rojas a los lados.

– ¿Para decorar?

– No, por el Atlético.

– Bonito detalle.

– Sí, fue el año que ganó la supercopa de Europa.

– ¿Y cuándo fue eso?

– Pues no recuerdo. Mi memoria ya no es la que era.

– Tranquilo, a todos nos pasa.

– ¿Y te fuiste hasta Japón para traer tu coche?

– No, abuelo. Los venden aquí.

– Madre mía. Yo no he visto nunca un japonés, sólo en la tele. Una vez vi un negro.

– ¿Y qué le pareció?

– Pues no me pareció ni bien ni mal. Se presentó un día en el pueblo y recuerdo que me preguntó si había trabajo disponible. Yo le dije, hijo mío, aquí siempre hay trabajo para quien quiera trabajar, y le mandé a mi cuñado, que tenía unos viñedos y siempre buscaba brazos fuertes. Me dijo que se llamaba Emmanuel, pero todos le acabamos llamando Manolo.

No podía evitar sonreír con sus comentarios. Disfrutaba con la compañía del abuelo. Realmente era feliz a su lado, y me importaban poco las consecuencias de nuestra escapada.

– ¿Qué hora es?

– Son las once y media.

– Jejeje, y yo aún no me he ido a la cama. A la señora Reme le va salir humo por las orejas cuando se entere.

– Hoy no tendrá que preocuparse de la señora Reme. Hoy está conmigo.

– Me alegro mucho, me lo estoy pasando muy bien contigo. Pero no te olvides de que no puedo tardar mucho en volver. Si tardo mucho Carmencita se asustará. No puede dormir si no estoy a su lado.

– No se preocupe. Hoy es un día especial. Carmencita lo entenderá.

– ¿Sí?, ¿por qué es especial?

– Porque va a ver el mar.

– Ah…, debe ser increíble ver el mar. Cuando vuelva le contaré a Carmencita como es.

– Eso, y si quiere puede sacar algunas fotos para enseñárselo.

La carretera estaba despejada y pronto llegamos a Albacete. El abuelo pasó todo el camino mirando embobado por la ventanilla.

– ¿Eso qué son?

– ¿El qué?

– ¿Esos palos grandes?

– Son molinos de viento.

– ¿Para el grano?

– No, estos son más modernos. Fabrican electricidad.

– Ah… Yo trabajé en un molino. Pero fue hace años, aún no conocía a Carmencita. En esa época se usaba para moler el trigo.

– Ya, eso era antiguamente. Ahora la tecnología ha adelantado mucho, y los molinos transforman la fuerza del viento en electricidad.

– ¿Y ahora cómo se muele el trigo?

– Con máquinas modernas.

– ¿Y cómo funcionan esas máquinas, lo hacen también con viento?

– No, ahora lo hacen con electricidad me imagino.

– Entonces, a fin de cuentas, los molinos sirven para lo mismo, moler trigo. ¡Qué ganas de complicar las cosas!

– Jejeje. Tiene toda la razón.

El abuelo me indicó que necesitaba bajar para orinar. Paré en un área de servicio, y le dije que le esperaría en el bar. Media hora después, al ver que no aparecía, fui a buscarlo. Lo encontré sentado en el suelo al lado de la puerta del aseo.

– ¿Está bien, abuelo?

– No sé donde estoy. Hace un momento estaba en mi habitación, pero ahora no. No entiendo que ha pasado. ¿Dónde está Carmencita?

– Carmencita le está esperando en casa. Hemos salido a dar una vuelta, ¿no lo recuerda?

– Ah…, a ver el mar, ¿no?

– Exacto.

– Ahora lo recuerdo. ¿Queda mucho para verlo? No quiero que mi mujer se impaciente.

– No se preocupe. Carmencita le esperará lo que haga falta.

Salimos del área de servicio y nos pusimos de nuevo en marcha. Hacía un poco de frío, pero el abuelo no quiso que subiera la ventanilla ni que conectara la calefacción.

– Déjate de calefacción. Ya me tuestan bastante en la residencia. Aquello parece un invernadero. Un hombre necesita sentir frío lo mismo que sentir calor, al igual que se necesita sufrir la tristeza para disfrutar la alegría. Es absurdo que nos mantengan protegidos en una burbuja.

– Es por su salud, abuelo. Para que no se constipe.

– Me he constipado miles de veces en mi vida. No sé por qué me protegen ahora como si fuera un crío.

– Nos preocupamos por su salud. A su edad es delicada.

– Pues de algo tendré que morir, digo yo. No voy a estar aquí para siempre. Además, ya me va tocando. Tengo ganas de reunirme por fin con mi Carmenci…

La voz del abuelo se quebró y sus ojos se empañaron. Intenté disimular la lástima que me producía y cambié de tema.

– ¿Y su hijo? ¿Cómo está?

– Está muy bien. Es de los primeros en la escuela. Me ha dicho que quiere ser abogado.

– Se equivoca, abuelo. Su hijo acabó la carrera hace muchos años. Ahora es un gran abogado, tal como le dijo. Es una persona muy importante.

– Ah…

– ¿Está orgulloso de él?

– Mucho, siempre ha sido un hijo fantástico, igual que tú.

– No abuelo, yo no soy hijo suyo. Yo trabajo en la residencia donde vive.

– Es verdad. Qué cabeza la mía. Trabaja con la señora Reme, ¿verdad?

– Sí.

– Pero tú me caes mejor que ella.

Ya habíamos llegado a la playa, pero desde donde estábamos no se divisaba el agua al taparla las dunas. Paré el coche y bajamos. No le dije nada al abuelo, quería que lo descubriera de repente, como lo hice yo por primera vez de niño.

– ¿Dónde estamos?

– Es una sorpresa abuelo.

– Ah…

Al pasar las dunas, bajo la luz de la luna, se nos apareció el mar en el horizonte. El abuelo se quedó paralizado nada mas verlo.

– Sí que era grande.

– ¿A que sí, abuelo?

– Pero no es azul como me dijiste, es plateado.

– Es por la luna, en un rato cambiará de color. ¿Qué le parece?

– No sé que decirte. Es lo más grande que he visto nunca.

– ¿Le gusta?

– Mucho. A estas alturas de mi vida, pensé que ya no lo vería.

– ¿Está contento?

– Muy contento.

Estuvimos en aquella playa casi tres horas. El abuelo no volvió a abrir la boca en todo el tiempo, solamente miraba al mar y sonreía. El sol apareció entre las olas y el abuelo comenzó a aplaudir. Estuvo así veinte minutos. Luego se levantó y se dirigió al coche.

– ¿Volvemos a casa?

– Sí, abuelo.

Cuando ya habíamos recorrido treinta kilómetros dirección Madrid se me ocurrió una idea estúpida. Di media vuelta y lo llevé de nuevo a la playa. Tal como me imaginaba, el abuelo se emocionó del mismo modo que la ocasión anterior. Una hora después volvimos al coche. Di unas vueltas y lo llevé otra vez a la playa.

Así estuvimos todo el día, continuamente partiendo y regresando a la playa, y en todas y cada una de las ocasiones el abuelo vio el mar por primera vez en su vida.