10 segundos de libertad

Un relato de Héctor Gomis

Ese caballero aseguró que probablemente me estaba dando la mejor noticia de mi vida. Una sonrisa idiota surcaba su cara mientras insistía en mi buena fortuna.

Después de sesudas reflexiones, el departamento de recursos humanos había seleccionado mi candidatura frente a los demás pretendientes al puesto. Se le notaba extrañamente entusiasmado. Hablaba de mi futuro, de las casi infinitas posibilidades que se me abrían en la gran familia que era su compañía. Me habló de dinero, de coches de empresa, de futuras promociones, de planes de pensiones y de un chalet en la sierra. Su rechoncha cara se arrugaba y estiraba con cada palabra, parecía un sapo grande y colorado croando delante de mí. De vez en cuando interrumpía su discurso para observar mis reacciones, entonces le mostraba mi aprobación con ligeros asentimientos de cabeza que le invitaban a continuar. Después de una hora de perorata se levantó del sillón, se dirigió a un armario del despacho y, con una sonrisa de satisfacción, me invitó a celebrar con él mi incorporación. Sacó una botella de licor y dos vasos, me embutió en la boca un enorme puro habano y lo encendió con su mechero de oro.

Mientras lo miraba asqueado chupando su puro, pensé que todos mis esfuerzos habían merecido la pena: los años de estudio, los trabajos basura, las noches en vela atiborrado de anfetas. Todo tenía su recompensa al fin. Era casi imposible de imaginar hace unos años, pero allí estaba, sentado en el despacho del director general, bebiendo un whisky más caro que mi coche y con un contrato lleno de ceros entre mis manos. A mi cabeza vinieron imágenes del futuro próximo: descapotables, viajes, trajes caros, vinos caros, putas carísimas. A estas alturas ya no escuchaba a mi rechoncho interlocutor. Mientras él me hablaba cada vez más emocionado, dejando caer su baba entre la comisura de los labios, una extraña idea se metió en mi cabeza.

Era algo completamente absurdo, pero me llenaba de placer imaginarlo. No tengo ni idea del por qué, sólo sé que, por un fugaz instante, era lo que más deseaba en el mundo. Juro que intenté reprimirme, pero fue imposible.

Aspiré todo lo fuerte que pude, haciendo que la punta de mi puro se pusiera al rojo vivo, después me abalancé sobre el director general y lo tiré al suelo.

Conseguí inmovilizarlo poniendo mis rodillas sobre sus brazos, y con una mano sujete el párpado de su ojo izquierdo. La expresión de incredulidad y pánico de su cara me volvía loco de placer. Le di un beso en los labios y apagué mi puro en su ojo.